El centro de Iten (Kenia) es un lugar real donde entrenan, entre otros, Eliud Kipchoge, que suele compartir habitación con otro campeón llamado Geoffrey Kipsang Kamworor. Hay una foto suya, que reproducimos aquí, donde se le muestra en su habitación, recién levantado a las cinco de la mañana, abrochándose los botones de un chaqueta de nailon para cortar el viento helado de las primeras horas de la madrugada. Esa chaqueta le cae estupendamente. El color morado sobre el negro de su piel acentúa aún más su poder. En la foto, Eliud está de pie. Mira a cámara. Y sonríe, claro. El poder de su sonrisa, sin contención ni impostura, es de una persona leal y extremadamente tímida. Eliud es de esos atleta que, como el etíope Haile Gebrselassie, sonríen siempre aunque les persiga una manada de leones. Esa sonrisa hace que le marquen mucho las arrugas de su rostro, profundas y oscuras como un pantano en la noche. Cada una de esas arrugas cuenta una historia, tienen una vida propia. Algunas podrían venir directamente de una infancia miserable. Admitámoslo, cualquier niño de occidente sería incapaz de resistir la mitad de lo que él seguramente soportó.
Particularmente, lo que llama la atención en esa foto no es la austeridad de la habitación –teniendo en cuenta que estamos en un habitáculo de ladrillo y techo de uralita–. Lo que sorprende de verdad es la cama en la que duerme y descansa el jefazo del maratón mundial. Una cama que recuerda a la que podía tener aquella sor Citroën en su convento monacal, con un minúsculo colchón, que más parece una puerta colocada en horizontal, y sin una triste almohada para dar una noche de tregua a las cervicales. Es una cama que, en una Blume o en un Centro de Alto Rendimiento de nuestro país, haría estallar el buzón de sugerencias. Una cama en la que no pondrían a dormir ni al perro del guarda. Es una cama que rechaza completamente al descanso. Tras una dura jornada corriendo una montaña de kilómetros, volver a esa habitación y ver esa cama no te darían más que ganas de salir de nuevo a correr aunque te dolieran hasta la cejas.
Sobre la cama tiene una colcha a cuadros, cuyo estampado añejo recuerda a eso paños que usan los abueletes para envolver las jaulitas de los pajarillos cuando los sacan al sol de los parques. Cualquier persona en su sano juicio invertiría algo de dinero en comprarle un colchón decente a esa cama para darle un poco de ilustre. Y no es que Kipchoge no pueda. Para nada. Lleva ganado tal pastizal en las maratones que, con ese dinero, podría surtir de colchones a media población de Kenia. Desde luego, todo ese dinero no está a la vista en la foto, y no parece que esté escondido debajo de la cama. ¿Se imaginan a un equivalente suyo, una estrella futbolista, tipo Neymar o Messi, durmiendo en una cama así?
Podría ser que esa cama fuera su amuleto y por eso no se desprende de ella. Pero su conservación responde más bien a una filosofía de vida que nada tiene que ver con la excentricidad de un loco. Kipchoge piensa que las comodidades que le pueda reportar el dinero no le harán mejor maratoniano y cree que es mejor tenerlo fuera de su alcance mientras esté en activo. Él siempre es fiel a sí mismo y por eso tiene una nota en su pared del autor brasileño Paulo Coelho, quien, particularmente, siempre me pareció un chamarilero, aunque una frase suya, asociada a este atleta, suena muy convincente, porque Eliud practica la teoría hasta las últimas consecuencias: “Si usted quiere tener éxito, debe respetar una regla: Nunca se mienta a sí mismo“.
Mario Torrecillas
Ilustración: Unaitxo