Wang Junxia, una de las atletas más deslumbrantes de la
historia, narra que dejó de correr con 23 años por amenazas del tiránico y
célebre técnico Ma Junren
Pocas historias hay en el atletismo tan fugaces y dolorosas,
y tan rodeadas de misterio, como la de Wang Junxia, plusmarquista mundial de
3.000 y 10.000 metros desde septiembre de 1993. Tenía entonces 20 años. Tres
años más tarde, después de proclamarse campeona olímpica de 5.000 metros y
subcampeona de 10.000 en los Juegos de Atlanta, Wang desapareció del mapa. Dejó
el atletismo completamente.
De Wang, nacida en China en 1973, no se supo más hasta hace
unos meses. Se supo que estaba viva porque la IAAF la seleccionó para su Salón
de la Fama. Fue como la señal de la vuelta a la vida, o a la actualidad, como
ella misma reconoció el lunes, charlando en una cafetería de Madrid, donde está
unos días de turismo junto a su marido, visitando a su amiga Liu Dong, quien
vive en la capital desde que se casó con el técnico Luis Miguel Landa. Junto a
todos, y con su colaboración, contó su historia.
“Vivíamos sin radio, tele, periódicos... no sabíamos que
creían que nos dopábamos”
Su vida, su carrera, siempre se han contado como un pequeño
apéndice de una historia más grande, la de Ma Junren, el tiránico entrenador, vilipendiado
por la prensa occidental, que le acusó abiertamente de dopar a sus atletas, el
famoso Ejército de Ma que revolucionó el fondo mundial aquel 1993, y también
ridiculizado en Europa y en Estados Unidos cuando hablaba de que su secreto era
la sangre de tortuga y sopa de caparazón y caldo de crestas de gallo.
“Pero el secreto no era otro que el entrenamiento”, dice
Wang, traducida por su marido, Huang Tianwen, con quien vive en Denver (Estados
Unidos) desde 2008. “Estuve tres años con Ma, de los 18 a los 21, y lo único
que hacía era entrenarme. Nada más: dormir, correr, entrenarme, dormir,
competir. Una vida muy sencilla, un entrenamiento de caballos, y mucho frío.
Nos entrenábamos hasta lesionadas. Sufríamos todos los días”.
La atleta china, en los Mundiales de 1993. / GETTY
Una vida que comenzaba a las cinco de la mañana, cuando
empezaba a correr 30 kilómetros en ayunas —“y corriendo de verdad, no rodando,
sino corriendo a tope, luchando, luchando desde la salida”, precisa— y
continuaba con otros 20 kilómetros por la tarde. Todos los días. Una vida que
alcanzó todo su esplendor en 1993, el año increíble que desafía toda la lógica.
Quizás solo el gran Paavo Nurmi pueda en la historia haber hecho tanto y tan
distinto un mismo año. En abril corrió un maratón en 2h 24m, récord asiático;
en agosto, ganó en Stuttgart el Mundial de 10.000 metros; entre el 8 y el 13 de
septiembre fue capaz de lo siguiente: correr un 1.500 en 3m 51,92s, la cuarta
mejor marca de la historia actualmente, batir en dos ocasiones el récord de los
3.000 metros (lo dejó en 8m 6,11s, una marca a la que nadie se ha acercado
desde entonces a menos de 6s) y batir también el récord mundial de los 10.000
(29m 31,78s, la segunda mejor marca conocida es 22s más lenta), y en octubre
corrió otro maratón por debajo de 2h 30m.
“No sabía que nadie había sido capaz de hacer eso nunca. En
aquel momento yo no pensaba en cómo me miraba la gente, si era una sorpresa o
sospechaban, pero ahora mismo, 20 años después, yo también me sorprendo y
pienso ¿Dios mío, cómo podía correr tan rápido?”, dice. “No nos enterábamos de
nada. No sabíamos que pensaban fuera que todo era dopaje, porque solo nos
entrenábamos y entrenábamos. Vivíamos en una residencia cerrada, sin música,
sin periódicos, sin radio, sin televisión, no sabíamos nada”.
Su marido no resiste e interviene. “Wang nació para correr.
Era feliz corriendo, el sufrimiento era por otra cosa. Ella corría con la
cabeza, no con las piernas”, dice. “El entrenamiento era importante, pero el
milagro lo hacía su naturaleza. Ella es un milagro”.
“Nos entrenábamos hasta lesionadas, 50 kilómetros diarios,
30 en ayunas”
Wang es un milagro de la naturaleza que soporta los castigos
de Ma —“les pegaba”, dice su marido, “pero no por entrenarse mal, sino por
otras cosas, por pintarse, por dejarse el pelo largo, por usar sujetador... Era
como el ejército”— pero no eternamente. En diciembre de 1994 lidera un motín:
todas las atletas salvo Qu Yunxia, aún plusmarquista mundial de 1.500, huyen de
Ma.
¿Por qué? “No lo puedes saber ahora. Estamos escribiendo un
libro. Ahora no lo quiero decir. Compra el libro y lo sabrás todo”, responde
sin tapujos. No confirma si es, como se publicó en su momento, porque Ma se
quedó con sus premios, porque, como alguien dijo, se quedó con el Mercedes que
le dieron por ganar el Mundial de Stuttgart y lo estrelló adrede, para hacer
daño. Es todo. “Es una larga historia, una acumulación de pequeños detalles. No
solo una cosa, muchas...”.
“Su técnico le pegaba por llevar el pelo largo, usar sujetador...”,
recuerda su marido
Con un nuevo entrenador, Mao Dezheng, Wang se prepara para
los Juegos de Atlanta, el principio de su final. Wang cuenta cómo Ma le
amenazaba, llamaba a su familia, que vivió tan angustiada como ella, temiendo
por su vida. “Conseguí llegar y ganar los 5.000 metros y ser segunda en los
10.000, pese a que los corrí debilísima, enferma de diarrea, con migrañas, con
fiebre y sin fuerzas. No pude ni calentar”, dice Wang. “Lo peor ocurrió
después”.
“Ma, que era el director de atletismo”, toma el relevo el
marido de Wang, “se vengó prohibiéndole comer en el centro de atletas, le dejó
sin dinero, sin lugar para entrenarse, sin entrenador. Le obligó a retirarse.
Otras mujeres, otra gente, dijeron que trató de matarla, otra gente”.
“Ma era muy fuerte en China entonces, tenía mucho poder y
dijo en público que si yo volvía a correr, me rompería las piernas o me
cortaría la cabeza, o a mi familia. Por eso lo dejé todo, porque mi madre me lo
suplicó. ‘No corras más, que te van a matar’, me dijo”, recuerda Wang. “Yo
sufrí una crisis de depresión, tristeza y estrés”.
“Cambié de técnico y Ma, muy poderoso en China, dijo que me
rompería las piernas”
Wang salió de la crisis. Se casó. Tuvo un hijo. Mendigó al
Gobierno —“ya que no me dejáis correr, dejadme salir al extranjero”— y le
permitieron ir a estudiar inglés a Boulder, en Estados Unidos, en 1998. “Allí
la conocí en 1999, en una recepción por la visita del primer ministro chino”,
dice su marido, su segundo marido. “Luego ella volvió a China y estudió Derecho
en Pekín. Y volvió a correr en 2000, enseñando a la gente cómo mejorar su
salud. En 2008 volvimos a encontrarnos en Shanghái. Nos casamos en el año
olímpico en China y nos fuimos a vivir a Denver, donde trabajo. Tenemos una
hija”.
“Yo solo soy ama de casa, ayudo a mi marido”, dice Wang.
“Quiero olvidar el atletismo, pero no puedo. No quiero correr más. Y mi hija,
si quiere ser atleta, que lo sea, como si quiere ser cantante. Quiero que haga
lo que le haga más feliz”.
“Wang hizo lo que quería, lo que le hacía feliz, y por eso
batió récords, no es que corriera para batirlos, sino para ser feliz”, resume
su marido. “No le gustaba entrenarse, sino correr. Se retiró joven y podría
haber batido más récords. Se retiró porque quería proteger su vida. Porque en
vez de batir (break, en inglés) récords, le habrían roto (break) las piernas”.
FUENTE: http://deportes.elpais.com