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domingo, 8 de mayo de 2016

Kipchoge renuncia al lujo en Kenia para ser el número uno. Duerme en un camastro, lava la ropa a mano y limpia los inodoros

La vida austera de uno de los mejores fondistas de la actualidad
Eliud Kipchoge, uno de esos asombrosos hombrecillos kenianos capaces de correr cada uno de los 42 kilómetros de un maratón en menos de tres minutos, ganó el último de Londres. Esa victoria le reportó 160.000 euros: 88.500 por hacer menos de dos horas y cinco minutos, 48.500 por la victoria y 22.000 por rebajar la marca de la carrera hasta 2h03’05’’. Se quedó a ocho segundos de batir el récord del mundo, en manos de su compatriota Dennis Kimetto desde 2014, lo que le hubiese reportado otra sustanciosa bolsa.
Esos 160.000 euros son una auténtica fortuna en Kenia y Kipchoge, que ha ganado seis de las siete carreras que ha disputado, vive en una amplia casa de Kapsisiywa con su mujer y sus tres hijos. Un lujo. Pero cuando vislumbra su siguiente objetivo, se despide de la familia y se refugia en Kaptagat, al oeste del país, en el campamento de Global Sports, la firma que lo representa. Allí se sacude la vida placentera y empieza a vivir como un monje para demostrarle al mundo que, desde hace tres años, él es el mejor maratoniano del planeta.
Un timbre de bicicleta atornillado en la pared del pasillo que comunica los dormitorios anuncia cada mañana, a las cinco en punto, el inicio de un nuevo día. Kipchoge se despierta al lado de un compañero con el que comparte una pequeña habitación de austeras paredes blancas. Junto a otros diez corredores desayuna alrededor de la mesa de la cocina. Calientan agua sobre una estufa de leña y preparan el té donde mojarán rebanadas de pan de molde. Después saldrán a correr a unos ritmos endiablados por los célebres caminos del Valle del Rift, el mayor vivero del mundo de atletas de larga distancia, en una tierra tan roja que parece sacada de la Philippe Chatrier de Roland Garros.
Antes de partir lavarán todo lo que han utilizado y lo dejarán secando a la intemperie. Cuando regresen, tendrán que hacer frente a las tareas domésticas que les correspondan ese día. Da igual que seas el ‘jefe’ del grupo, como es Kipchoge, o que seas todo un campeón olímpico y mundial, como su compañero ugandés Stephen Kiprotich. Nadie se libra de cortar las verduras, podar el jardín o limpiar los inodoros de todo el campamento.
Kipchoge, un millonario que vive como un pobre, abraza ese tipo de vida, la única que entiende que le puede llevar al éxito una vez tras otra. No anda equivocado: lleva invicto en los míticos 42,195 kilómetros desde 2013. También podría frecuentar el campamento y gozar de pequeños privilegios, pero renuncia a todos. Bebe agua de un pozo, toma la leche de las vacas que pastan por allí y básicamente se alimenta de arroz y ugali –una especie de masa blanda elaborada de ingredientes con gran contenido de almidón–. Y de vez en cuando, un filete. Lava su ropa a mano cada día y, como el resto, la deja secando sobre unos arbustos.
Después de comer se echa una siesta de una hora. Y al despertar, sobre las cuatro, vuelta a correr. Son más de 200 kilómetros semanales poniendo en fila a esos compañeros que sueñan con desbancarle. Igual que, de joven, Kipchoge pensó que si su vecino Patrick Sang había llegado a ser subcampeón olímpico –fue segundo en los 3.000 metros obstáculos de Barcelona 92–, él también podría serlo. No fue uno de esos atletas precoces. Recorría al trote los tres kilómetros que había entre su casa y el colegio, pero el atletismo no comenzó a obsesionarle hasta la adolescencia, cuando entendió que no podía ir a la universidad porque sus padres eran unos humildes granjeros que necesitaban que Eliud Kipchoge –su apellido significa ‘el que nació cerca del almacén de grano’– acarreara pesados bidones repletos de leche para llevarlos al mercado de la ciudad.
Libros motivacionales
Sang no tardó en sacarle brillo. Primero, en una carrera local, llamó la atención de Jos Hermens, el poderoso manager que dirigió la carrera de mitos como los etíopes Haile Gebrselassie o Kenenisa Bekele. Más tarde, en 2003, deslumbró a los aficionados al atletismo cuando, con solo 18 años, llegó al Stade de France de París y derrotó en la gran final de los 5.000 metros del Mundial al marroquí Hicham El Guerrouj y a Bekele, dos leyendas. Luego subió al podio olímpico (bronce en Atenas y plata, al fin como su entrenador, en Pekín) y logró un subcampeonato mundial, pero le queda la espinita de una medalla de oro en los Juegos. A partir del domingo, ésta será su gran obsesión: ganar el maratón olímpico en Río.
No logró clasificarse para Londres en 2012, pero un mes después dio el salto al asfalto con un gran debut (59’25’’) en el medio maratón de Lille. Y al año siguiente llegó su estreno en el maratón, con otro triunfo, en Hamburgo. Y a partir de ahí la retahíla de victorias ya conocidas. Triunfos unidos a jugosos cheques que no le han cambiado.
Tras la deslumbrante victoria del pasado domingo, le preguntaron cómo lo iba a celebrar. Kipchoge se extrañó. “No lo voy a celebrar. ¡Soy viejo! Tengo 31 años y no soy una persona a la que le guste salir”. Él siempre acaba regresando al campamento, donde nunca se acuesta más tarde de las nueve. Antes juega un rato con sus compañeros, ven la tele o lee algún libro motivacional, como ‘Los siete hábitos de la gente altamente efectiva’, su favorito, de Stephen R. Covey. Aunque lo último que ojea cada día es una frase de Paulo Coelho que cuelga de la pared, sobre su pobre camastro, y que dice así: “Si tú quieres tener éxito, debes respetar una regla: nunca te mientas a ti mismo”.
Fuente: Ideal.es