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miércoles, 7 de septiembre de 2016

El Corredor del medio

Por : Roman Rodriguez
Ya estaba listo el entrenamiento, la cabeza y, sobre todo, las ansias de que llegue el día. Y fue así que alrededor de las 16 estaba en una de las entradas con sus amigos. Comenzaron con el protocolo que se repite en todas carreras: retiro del chip, entrega del kit para correr, visita a los stands, breves estiramientos, vuelta al lugar y así disimular como se puede los nervios.

                Las horas más críticas empezaron, ya no había vuelta atrás. Buscamos más amigos y se armó la charla con mates y café, historias, anécdotas, risas y un sinfín de cosas en esas horas en las que los minutos se van consumiendo y cada vez se notan más los nervios. Amigos que se van y ya es hora de completar el tanque con una porción de pastas que se convetirán, esa es la idea, en el nitro para los últimos kilómetros. Ya con todo afinado y listo para el gran día, es hora de descansar. Claro, antes mirando unos capítulos de series.

                Suena el despertador a las 5,  un vaso de agua y al baño. El desayuno, un té con galletitas. La combustión para arrancar el motor, repaso todo y es momento de cambiar el calor del hogar por el frío de la mañana. Llegamos rápido para buscar un lugar donde estacionar lo más cerca posible de la largada.

                Hace frío, está cada vez más cerca el momento de largar, los minutos ya son segundos, la entrada en calor es la normal. Últimos retoques pasando por los sanitarios y luego sí, directo a la largada.

                Hasta que por fin se escuchó el disparo, a las 7.30 salieron en busca de los 21 kilómetros y 197 metros. Personas por todos los lados, el frío, el implacable frío del domingo, queda atrás junto con los que con el café en la mano se reían de la marea interminable de corredores.
Los del medio cada vez son menos, con ritmo justo y controlado devoraban el asfalto, a medida que cada kilómetro iba avanzando la fatiga en las piernas y el cuerpo lo sienten un poco.

                La mitad de la prueba ya estaba en el bolsillo. Era tiempo de aguantar y mantener todo lo realizado, el pacer seguía en el ritmo pactado y ya cada vez faltaba menos, el plan estaba saliendo como se había preparado. El kilómetro 17 enseñaba que ya estaba todo realizado. O casi. Pero había que dejar lo último, y ahí era donde las pastas iban a ayudar a realizar su trabajo. Al menos, eso aparece en la cabeza del cualquier corredor del medio: “Que las pastas se transformen ahora mismo en energía porque necesito llegar a la meta”. Palabras que la mente susurra con cierta candidez pero que se convierten en reales cuando los días previos no se durmió ni se comió del todo bien. ¿Será tan así? Creo que sí.

                 El arco de llegada se logró divisar a falta de más de 500 metros y él ya era un finisher. El reloj quedó inmortalizado debajo del arco, la carrera se había terminado, una miradita atrás y si se había terminado y aun venían unos corredores sin número. La hidratación, las frutas y unos pasos más allá, llegabas a ese metal que tanto soñaste: la medalla.

                 La adrenalina y la ansiedad dejan lugar a la fatiga muscular. Cada uno, imagino, a su manera intenta disimular esa sensación física de haber corrido lo mejor posible. Ya sin nervios y con todas las anécdotas y situaciones de la competencia, es momento de unos mates al sol para esquivar el frío invernal que no quiere despedirse en septiembre. Eso sí, mientras los dolores y el cansancio se empiezan a adueñar verdaderamente de todos los lugares del cuerpo, ya se empieza a planificar el próximo objetivo. En realidad, ya se sabe cuál es. La reina de las todas las distancias: la maratón. Los 42.195 metros de Buenos Aires.